La celebración de la jornada ‘La ciudad, sin mi coche’, una iniciativa anual de la Comisión Europea para concienciar a la ciudadanía sobre los beneficios de la reducción del número de vehículos en los núcleos urbanos, parece un momento oportuno para reflexionar sobre la movilidad y calidad de vida en nuestros pueblos y ciudades. Un día, mañana 22 de septiembre, en el que se nos recuerdan los efectos adversos del transporte motorizado sobre nuestra salud y medio urbano (accidentes, contaminación del aire, ruido, ocupación de espacio público, etcétera) y, en consecuencia, la necesidad de adoptar pautas más sostenibles de movilidad como caminar, desplazarnos en bicicleta o utilizar el transporte público. Ahora que hasta el Congreso de los Diputados es un espacio libre de humos, ¿podríamos pensar en unas calles sin malos humos?
Y es que la cuestión no es baladí. Las consecuencias medioambientales y sociales de nuestro modelo de movilidad están a la vista, siendo precisamente los usuarios más sostenibles los más vulnerables. Cerca de la cuarta parte de los 200 muertos anuales en las carreteras vascas son peatones. Además, las emisiones contaminantes de los vehículos tienen efectos adversos sobre la salud de automovilistas y no automovilistas no sólo a largo plazo, como acostumbra a pensarse, sino a muy corto plazo: bastan dos días de altos niveles de contaminación para elevar la mortalidad en las ciudades. Concretamente, un incremento de 1 mg/m3 en la concentración de monóxido de carbono durante dos días seguidos aumenta un 1,5% las muertes totales. Así lo constata el Tercer Informe APHEIS de julio de 2004, un riguroso estudio epidemiológico realizado en 26 ciudades europeas, entre las que se encuentra Bilbao. A largo plazo, reducir el nivel de partículas sobre 20 μg/m3 (objetivo de la Comisión Europea para 2010) prevendría anualmente cerca de 600 muertes prematuras en Bilbao, siendo el transporte motorizado uno de los principales emisores de este tipo de contaminantes. Trasladándonos desde el ámbito local al global, nos encontramos con que el transporte motorizado es, además, uno de los mayores responsables del calentamiento del planeta. Según un reciente informe de la Comisión Europea, el transporte fue responsable del 29% de las emisiones totales de gases de efecto invernadero en 2002 y se espera que su cuota aumente hasta el 42% en 2010. Cerca de la mitad de las emisiones del transporte se producen en los núcleos urbanos.
Los datos son contundentes, aunque, contemplando la inmensidad de la calle sin automóviles en un día como mañana, nuestra programación mental se obstina en recordarnos que falta algo; cuando más bien pudiera ser que durante el resto del año algo sobra en nuestras calles. La mayoría peatonal se muestra aún temerosa y dubitativa ante la posibilidad de recuperar un valioso espacio sustraído por una minoría más visible: los conductores de automóviles. Recuperar las calles para otros usos distintos del vehículo privado nos recuerda, además, que no hace mucho las calles eran espacios públicos vivos, de convivencia entre la gente y lugar de recreo para niños, donde el tráfico motorizado ocupaba un lugar secundario. Así, en 1922, la Corte Suiza decretaba que los peatones eran libres de andar por donde quisieran ya que «el peligro lo crea un automóvil que se mueve bastante más rápido que un peatón». Sin embargo, la percepción de caminar y de los espacios públicos fue poco a poco subordinándose a las necesidades de los automóviles y a la perspectiva de los conductores. Las personas hubieron de ser ‘disciplinadas’ para convivir con los vehículos, sobre todo los niños. Según Sauter, un sociólogo suizo que lleva varios años investigando sobre la movilidad para peatones, la educación vial, más que como medida de seguridad, sirvió para evitar que los niños jugaran en la calle, además de ser una valiosa herramienta para enseñar a los individuos disciplina y subordinación en los agitados tiempos que precedieron la II Guerra Mundial. Paralelamente, las virtudes propias de caminar (flexibilidad y maniobrabilidad) fueron aprovechadas en su contra, segregando a los peatones en estrechas aceras, pasos subterráneos, etcétera. De esta forma, el modo de transporte más universal, más saludable y más respetuoso con el medio ambiente era limitado a favor del transporte motorizado.
Sin embargo, no sólo son más visibles los automovilistas en nuestras calles sino ante la propia Administración. El uso del automóvil acostumbra a tratarse como un derecho fundamental, olvidando que andar es un derecho humano inherente y evidente por sí mismo, crecientemente conculcado por una minoría motorizada. Pero ¿es realmente una minoría? Pues sí. Por un lado nos encontramos con algo que por evidente no deja de ser importante: todos somos peatones (incluidos los conductores). Pero es que además la supuesta universalidad del vehículo privado (que pudiera justificar su promoción desde las instituciones públicas) contrasta con una realidad donde el 28% de las familias vascas carece de vehículo privado y el 47% de la población ni siquiera posee carné de conducir. Coincide, además, que los excluidos son los grupos sociales que más necesidad de atención pública requieren: niños, estudiantes, desempleados y ancianos.
Tampoco el espacio público está adecuado a la realidad de la movilidad urbana. Si bien la presencia de automóviles en el entorno urbano crece año a año (no así el espacio), los desplazamientos a pie continúan siendo la verdadera columna vertebral de la movilidad urbana, con cerca de la mitad de todos los desplazamientos. Así, una ciudad como Vitoria-Gasteiz destina el 30% del espacio público dedicado a infraestructuras de transporte a los peatones, ciclistas y usuarios del transporte público, mientras que el 70% restante está dedicado al automóvil. Sin embargo, la superficie destinada a los modos de transporte es inversa a su utilización real, ya que los desplazamientos que se realizan en los modos más sostenibles representan un 72% del total mientras que los conductores tan sólo representan un 28% de la movilidad municipal. La mayoría peatonal, esa mayoría ‘silenciada’, aun absorbiendo un 60% de los desplazamientos en la ciudad, ha de conformarse con tan sólo un 25% del suelo urbano (que además, en numerosos municipios, es poco adecuado a las necesidades de usuarios con movilidad reducida).
Pudiera ser, por último, que las instituciones públicas primaran un modo de transporte minoritario y contaminante en la creencia de que los automovilistas fundamentan el crecimiento de la economía urbana al tratarse de una demanda solvente. Sin embargo, la realidad tampoco acompaña esta afirmación. La experiencia internacional ofrece numerosos ejemplos de peatonalizaciones en ciudades europeas con efectos muy positivos para los comercios, que han visto aumentar su volumen de ventas más del 25%: Múnich (40%), Copenhague (32%), Colonia (30%), Essen (30%), etcétera. Paradójicamente, mientras nuestros centros urbanos se llenan de automóviles circulando y aparcados en las calles y los peatones son segregados en aceras, los centros comerciales ubicados en las afueras recrean artificialmente un entorno peatonal para las compras, emulando en cartón piedra lo que antaño fueron nuestras calles. La diferencia estriba en que para ir a pasear a un centro comercial necesitas un coche y para pasear en tu ciudad basta con salir a la calle.
En definitiva, es preciso recuperar las calles para todas las personas no sólo por razones de justicia ambiental y social sino porque la calle es mucho más que una vía de transporte; es un lugar de encuentro, de socialización, de convivencia, de juego… Y para ello es necesario cambiar la percepción del hecho de caminar convirtiendo el espacio público en un lugar seguro, cómodo, libre y divertido. Una inmejorable oportunidad de devolver la vida a la calle porque la calle es vida, via vita est.
(Publicado en EL CORREO, 21 de septiembre de 2004)