Ni es el primero ni será el último, pero esta primera semana de mayo ha destapado un nuevo caso de corrupción en torno a la construcción de grandes obras de infraestructuras. Según el Tribunal de Cuentas español, la línea de alta velocidad ferroviaria Madrid-Barcelona fue presupuestada en 7.550 millones de euros y licitada por 728 millones menos, 6.822, aunque finalmente costó un 31% más, 8.996. Es más, uno de los tramos investigados, Hospitalet-La Torrasa, tuvo un coste final más del doble de su precio de adjudicación.
Si bien este tipo de noticias generan una gran alarma social y ahondan en la gravedad del nivel de corrupción política existente en el Estado español, un análisis más exhaustivo del problema de fondo requiere distinguir tres aspectos: corrupción, sobrecostes y lo que, en mi opinión, es más grave: la falta de transparencia, análisis y debate existente en la planificación de grandes proyectos de infraestructuras. Y es que resulta apabullante la cantidad de proyectos que resultan aprobados sin estudios rigurosos que los respalden y cuya única motivación es política, es decir, son decisiones condicionadas a contrapartidas políticas entre partidos de ámbito estatal y autonómico, a favorecer a determinadas empresas, e incluso a casos probados de corrupción política. Es precisamente la ausencia de transparencia y debate, el interés particular por encima del interés general el que, a la postre, acarrea tanto desviación de costes como casos de corrupción, ya sea personal o colectiva.
El proceso es similar: parlamentos, opinión pública y medios de comunicación son sistemática e interesadamente desinformados con el fin de que los proyectos salgan adelante. En todos ellos, se combina la infravaloración de los costes del proyecto y sus impactos ambientales, así como la sobrevaloración de beneficios e impactos económicos regionales. El resultado habitual es la existencia de importantes sobrecostes en la obra (en promedio cercanos al 40%) y una rentabilidad económica y social negativa, con efectos ruinosos para las arcas públicas. Por si esto fuera poco, la competencia autonómica por las inversiones del Estado incentiva el despilfarro puesto que cuanto más cueste finalmente la infraestructura (que ejecuta la comunidad autónoma pero paga el gobierno central), mayor será la inversión finalmente realizada en una región. Si a esto le añadimos que el Estado español es líder mundial en inversión en infraestructuras, llegando a duplicar a la media de los países de la OCDE, no es raro encontrarnos una y otra vez con noticias de este tipo.
La política española de transportes de las dos últimas décadas, centrada en la extensión de la red de alta velocidad ferroviaria es, quizás, el mayor exponente de esta realidad. Tras dilapidar más de 30.000 millones de euros, España se ha convertido en líder mundial en kilómetros de vía por habitante y por km2, si bien la primacía de objetivos políticos por encima del análisis económico riguroso ha desembocado en inversiones con rentabilidades financieras y sociales negativas. Así, por ejemplo, dos de cada tres estaciones del AVE tienen menos de 250 pasajeros al día. Esta infrautilización tiene un coste evidente para las arcas públicas: por ejemplo, el TAV directo Toledo-Cuenca-Albacete fue suprimido porque transportar 9 viajeros al día tenía un coste de 18.000 euros diarios.
Es curioso que el Tribunal de Cuentas analice minuciosamente el uso de los recursos públicos pero no fiscalice el proceso de toma de decisiones que justifica y compromete inversiones multimillonarias, como las líneas de alta velocidad ferroviaria. Cabe mencionar, no obstante, que el Tribunal de Cuentas francés sí ha cuestionado la rentabilidad económica y social de algunas conexiones ferroviarias de alta velocidad. Y es que el problema no es sólo los casos de corrupción y la desviación de costes que puedan surgir en torno a estas obras, sino la ausencia de análisis económicos rigurosos que eviten la proliferación de elefantes blancos, es decir, obras de dudosa utilidad social con altos costes de construcción y mantenimiento que, independientemente de los impactos económicos que puedan tener a corto plazo sobre la economía, suponen una pesada carga para la sociedad en el medio y largo plazo. La irreversibilidad de estas decisiones implica que o bien se cierran, con el coste político que ellos supone, o bien se mantienen a pérdidas, que es lo que habitualmente sucede y resta recursos a las ya de por sí mermadas arcas públicas. Es más, el mantenimiento de servicios socialmente no rentables supone un reconocimiento implícito de que el proyecto no debía haberse llevado a cabo puesto que empeora la rentabilidad económica que teóricamente justificó su construcción.
La CAPV no es ajena tampoco a esta realidad. Por poner algunos ejemplos: el BEC pierde anualmente más de 30 millones de euros que deben ser cubiertos con fondos públicos, o nuevas carreteras como la Supersur o los túneles de Artxanda han tenido una demanda final inferior a la mitad de la prevista. Y aún está por ver que la mayor infraestructura jamás construida, la ‘Y’ vasca, no se convierta también en el mayor elefante blanco jamás construido en nuestro territorio.
(Artículo publicado en BERRIA el 11 mayo 2014)