Autor: David Hoyos.

La sexta edición de la semana europea de la movilidad, que se celebró días atrás bajo el lema “calles para todos y todas”, perseguía reclamar para los peatones una mayor proporción del espacio público urbano dedicado a los automóviles. La Comisión Europea ha aclarado, en la presentación de esta iniciativa, que la reasignación del espacio urbano no busca hacer más difícil la vida a los conductores, sino mejorar la movilidad y calidad de vida de todas las personas. Esta aclaración es importante porque incide en una idea fundamental: todos somos peatones, incluidos los conductores. Así, medidas como la creación de carriles-bus o bidegorris, la recuperación del tranvía o el ensanchado de aceras contribuyen a un uso más eficiente de las carreteras y mejoran el atractivo de los modos no motorizados, la accesibilidad, la calidad del aire, la imagen de las calles y la seguridad.

El mensaje es claro: aumentar el espacio público destinado a la circulación de automóviles no sólo no contribuye a descongestionar las carreteras, sino que perjudica la salud de las personas y el medio ambiente. A la sangría anual de muertos en las carreteras se unen problemas cardiovasculares, respiratorios, cáncer, leucemia infantil, obesidad, etc., además de problemas ambientales globales como el cambio climático.

Es más, aunque a simple vista pudiera resultar paradójico, la construcción de nuevas carreteras no hace sino agravar el problema de congestión crónica de la red de carreteras. Un informe del Departamento británico de Transportes de 1994 advierte de que aumentar la capacidad viaria en zonas congestionadas induce tráfico adicional, es decir, anima a desplazarse en automóvil a personas que antes no lo hacían. Según este informe, el tráfico inducido representa entre un 25% y un 40% del tráfico en una nueva vía, que generalmente vuelve a saturarse en periodos inferiores a una década. En el Bilbao metropolitano nos encontramos con el caso del corredor del Txorierri, donde nada más inaugurarse, hubo que plantearse la construcción de carriles adicionales.

Lo que la experiencia demuestra no es otra cosa que, independientemente de la oferta vial existente, el tráfico registrado tiende a la saturación, a la congestión. Si a esto le añadimos que el transporte público se vuelve más competitivo y rentable cuanto mayor es la congestión viaria, nos encontramos con que la congestión puede considerarse un importante aliado para la movilidad sostenible, puesto que contribuye a expulsar usuarios del automóvil hacia el transporte público. El entonces diputado foral de Transportes de Vizcaya, José Félix Basozabal, constataba este hecho en el informe anual sobre la evolución del tráfico en las carreteras de Bizkaia correspondiente al año 2000: “La congestión viaria se erige en el único mecanismo de autorregulación de la movilidad motorizada y del traslado de desplazamientos hacia la red de transporte público y otros modos de transporte alternativos”.

Dado que la experiencia muestra que la congestión se autorregula y que la construcción de nuevas carreteras agrava el problema de la congestión, ¿qué pasaría si en lugar de construir nuevas carreteras se redujera la capacidad de las vías existentes? En teoría, una reducción en la capacidad de las infraestructuras existentes debería reducir el volumen total de tráfico, aunque habría quien temiera un tremendo caos de tráfico. La evidencia empírica de cerca de cien casos en países como el Reino Unido, Alemania, Suiza, Austria, etc., recogida en una reciente publicación (P. Goodwin, C. Hass-Klau y S. Cairos, Traffic Impact of Highway Capacity Reductions: Assessment of the Evidence), es concluyente en dos aspectos: primero, en ningún caso se produce a largo plazo un caos circulatorio; y segundo, prácticamente en todos los casos se registra una reducción global de tráfico (teniendo en cuenta la carretera afectada y las carreteras alternativas), siendo la reducción media del 25%. El informe destaca que el nivel de reducción final depende, entre otros factores, de la capacidad ociosa existente en las carreteras alternativas, del tipo de viaje que se vea afectado y del atractivo de otras alternativas de transporte. Es decir, lo que la teoría (y la práctica) actual parecen aconsejar no es otra cosa que la clásica fórmula del push and pull, donde la reducción de la capacidad actual de las infraestructuras (push o expulsión de usuarios) vaya acompañada de una mayor y mejor oferta de transporte público (pull o atracción de usuarios).

Lamentablemente, las inercias de un pasado en el que todo se ha resuelto construyendo más y nuevas carreteras parecen pesar decisivamente en la política actual de transportes. En el caso de Bilbao, por ejemplo, tres nuevas variantes y la culminación del anillo de circunvalación a Bilbao, con una inversión total cercana a los 1.500 millones de euros entre 1990 y 2003, apenas han servido para mantener los niveles de saturación que sufren las vías vizcaínas desde hace más de una década. Pero lo que parece más preocupante es que, a pesar de la evidencia anterior, las diputaciones forales siguen enfrascadas en la construcción de nuevas y mayores carreteras con presupuestos multimillonarios: la Variante Sur Metropolitana o Supersur en Vizcaya (1.200 millones de euros), el segundo cinturón de San Sebastián (300 millones de euros) o la autopista Eibar-Vitoria (670 millones de euros). No es de extrañar por tanto que, según los últimos datos, entre 2003 y 2007 la movilidad en vehículo privado haya aumentado un 11% y duplique la movilidad en transporte público.

La semana europea de la movilidad debe servir para sensibilizar no sólo a la ciudadanía sino a las propias instituciones públicas. El diagnóstico es claro: el sistema actual de transportes tiene síntomas evidentes de hipertrofia. Construir nuevas infraestructuras es como pretender curar la obesidad sin cambiar los hábitos alimenticios, mediante un by-pass. Es muy costoso y, tarde o temprano, el enfermo acabará de nuevo en el quirófano. Sin embargo, comer menos y andar al trabajo será un tratamiento más efectivo, mucho más barato y producirá un mayor bienestar al enfermo. De manera análoga, el transporte debe ponerse urgentemente a dieta. Lograr un sistema de transportes ambiental, social y económicamente más eficiente requiere, por parte de las políticas públicas de transporte, abordar dos objetivos fundamentales: reducir los niveles actuales de movilidad, y trasvasar usuarios del vehículo privado hacia los modos de transporte menos contaminantes; es decir, los desplazamientos a pie, en bicicleta y en transporte público.

(Artículo publicado en El País el 26 de septiembre de 2007)